Frank Jensen



Salten, Dinamarca.1956



Sobre el viajar infinito

Eudald Camps


    De entre las muchas constantes que Frank Jensen (Salten, 1956) mantiene intactas en su trabajo -estamos delante de un artista de la variación-, posiblemente es la metáfora del viajero la que  sigue explicando mejor su relación con la práctica pictórica, más aún que todas aquellas que nos lo definen como un autor de sensibilidad musical que plantea sutilísimos juegos armónicos o, más aún, que hace de los equilibrios  tonales el hilo conductor -el leit motiv- de series enteras.

    Como todo buen viajero, Jensen, además, es fiel a la circularidad que siempre ha caracterizado la concepción clásica del periplo. Ulises sale de Ítaca y vuelve a Ítaca convertido en un hombre nuevo -que es también un hombre ético-, formado gracias al contacto con los diferentes paisajes, tanto físicos como humanos, que solamente el viajero es capaz de proporcionar; cuando le preguntan “¿A dónde os dirigís?”, al Heinrich  Von Offerdingen de Novalis, él responde, de manera invariable: “Siempre hacia casa” o como en el Wilhelm Meister de Goethe, donde los años de viaje y los de aprendizaje se confunden en virtud de un modelo filosófico que persigue, en última instancia, la construcción de la propia identidad: todos estos viajeros literarios - Ulises (el de Homero, pero también el de Joyce), Offerdingen, Wilhelm Meister o hasta el mismísimo Félix Krull ,irónico e inacabado, de Thomas Mann- comparten su carácter abierto, en permanente construcción, permeable, atento a las diferencias más sutiles que el paisaje les puede ofrecer o, como decíamos, a las variaciones de un tema central que no es otro que el hecho mismo de viajar . O, en palabra de Claudio Magris, uno de los grandes viajeros que nos regala la literatura contemporánea: “Viajar es una experiencia musiliana, más poderosa en manos del sentido de las posibilidades que no del principio de la realidad. Como en unas excavaciones arqueológicas, se descubren otras capas de realidad, las posibilidades concretas que no se han realizado materialmente pero que existían y que sobreviven en trapos olvidados por el transcurso del tiempo, en pasos aún abiertos, en estados aún fluctuantes”.

    En este sentido, e íntimamente relacionada con el viaje, la otra constante sólidamente instalada en la aventura pictórica de Frank Jensen es la que define un tipo de mirada muy especial en relación con el paisaje. En la espléndida página web del Observatorio del Paisaje de Catalunya un glosario nos recuerda cual es el valor estético de su objeto de estudio:  se trataría de la “capacidad que tiene un paisaje para transmitir un determinado sentimiento de belleza, en función del significado y la apreciación cultural que ha adquirido a los largo de la historia, así como el valor intrínseco en función de los colores, la diversidad, la forma, las proporciones, la escala, la textura y la unidad de los elementos que la conforman”. Claro está, por tanto, que dejando de lado las categorías estéticas  más o menos específicas (encabezadas por el perenne sublime romántico) aquello que queda es una amalgama difícil de sistematizar pero que apunta, de manera inequívoca, en una única dirección: la de la construcción simbólica.

    Es decir: Frank Jensen es un artista que viaja simbólicamente con su pintura ( después de haber viajado, y mucho, desde su Dinamarca natal ) y que gracias al hecho de viajar (también a través de disciplinas artísticas o de actividades profesionales que bien poca cosa tienen a ver con el mundo del arte) ha aprendido a describir un paisaje que es físico y mental a partes iguales, que es una síntesis de todos los paisajes vistos hasta el momento y que, de alguna manera, también consigue reflejar con nitidez cual es su estadio de evolución humana en este acontecer. Lo explica a la perfección una célebre parábola de Borges citada por el mismo Magris en sus Microcosmos: “Un hombre se propone el trabajo de dibujar el mundo. Con el paso de los años, llena un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de abadías, de naves, de islas, de peces, de estancias, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que este laberinto paciente de líneas traza la imagen de un rostro”. Ni más ni menos: pintura hecha de viajes, de tránsito, a través de los perfiles desiguales del mundo.



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