Mónica Dixon



Camden, New Jersey U.S.A. 1971



La voz de lo ausente                

José Luis Pastor


“Cabe lograrlo muy rápidamente y dirigirse hacia el espacio exterior descartado que define nuestras dudas majestuosa aunque negativamente”


Tres Poemas, John Ashbery


        Caminar al lado de lo que vives puede ser el silencio más vertiginoso. Aunque en el caso de la pintora Mónica Dixon (New Jersey 1971), comenzaríamos por preguntarnos por esa barcarola en la que se mece la vida común, con sus sordinas y sus hallazgos, con su quehacer en calma, siempre en la sospecha de que quisiéramos encontrar una manera de entender lo que nos rodea que se amolde a nuestra naturaleza.
Transitamos por espacios que vivimos sin saber qué guardamos de ellos. Transcurre el tiempo que no denuncia lo que en él ocurre, sino que nos lleva al abrigo de una tímida luz que conversa con nosotros a la hora de cenar o en medio de la tarde, cuando la luz quiere hablar más de lo que significa: de dentro a fuera; entre el cielo y la tierra como entre lo crudo y lo cocido, insinuando una presencia en figuras que se han detenido en medio de su quehacer como aquellos náufragos sin atributos de Edward Hopper, simples habitantes de su momento al resguardo de la proximidad de sus distancias
    Es esta otra compostura. La que encontramos en el origen de nuestros actos, donde tanto la pintura como nuestra vida real, se tornan caligrafía de la  memoria que atravesamos sin propósito, o conscientes de que en muchas ocasiones no hay rumbo y acaso andábamos detrás de alguna persona que se nos adelanta y dejamos pasar como quien esboza un apunte.
    Está aquí también una realidad que prescinde de lo artificioso y como mostraba Walker Evans en sus fotografías: carece de estrategias innecesarias que la publiciten, porque la realidad también nos es revelada en la naturaleza del fragmento, en las situaciones “sin Historia” y la certeza de que permanecen abiertas en lo insignificante, manteniendo una distancia que podemos  contemplar sin contaminación.
    Es el objeto anónimo apilado en cualquier parte de la casa o la sala descubierta en el pudor de su deshabito, o quizá la fachada ante la que nos detenemos y que muy probablemente se parece a la cara de las personas anónimas que la habitan; representaciones de un entorno que no evita su entramado salvo lo que en sí ya es, horma del sentido común y en ocasiones, extrañeza y cesura intranquila del pensamiento que se detiene ante ellas.
    Mónica establece una línea de calle paralela a ese sentimiento de traslado, en el que la realidad esta a la altura de los ojos, como un documento sencillo que encontramos al atravesar un pasillo o subiendo la escalera, porque nos hemos convertido en el paisaje externo cuyo remite dejamos atrás inmerso en otro. Circulación que determina la fugacidad de lo que existe, las estancias como compartimentos que describen la escenografía de tu vida y el lugar, en el que el paisaje íntimo se ha despoblado en la añoranza de otra arquitectura.
    En esta pintura, es el tramo de una sutil ausencia el cristal que nos enmarca, pero no con enmudecimiento o amnesia, sino como un lugar preciado y preciso, necesario para no volatilizarnos, regado por nuestra experiencia más cotidiana que lo reduce de nuevo a la materia, como puede admirarse en el espacio ensimismado de aquellas casas humildes, aisladas en medio del misterio del paisaje que las rodea, verdadera fisonomía del silencio o más bien, respeto a quebrarlo y encuentro con su retiro. Donde al aproximarnos, debiéramos entender que pertenecen a esa escala cuya melancolía tiene la capacidad de un retrato que ya es intocable y son ellas las que nos observan, abandonadas en la soledad de su voz en off.
    El hallazgo de la pintura de Mónica reside en intentar lo impalpable a través de un cierto sentimiento de desasosiego en la mirada (que no pesadumbre), y con ello intenta la voz de lo callado, sin duda alguna, un espacio externo que ha medrado en la calma de su interior hasta conseguir el sonido personal y audible de su pintura, como precisamente escribiera Pessoa en su Libro del Desasosiego: “Al final de este día queda lo que quedó de ayer y quedara de mañana: el ansia insaciable de ser siempre el mismo y otro”.
    Es en definitiva, la armonía de una realidad cuyos extremos se hacen también con lo personal de nuestros abismos, pero realidad entera, dentro y fuera, a la vez, y por un instante la más preciada quimera de contar aquello que fueron nuestros días.



Acrílico sobre lienzo

50 x 50 cm

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